Sobre la convivencia

Hacen falta medidas colectivas de impulso a la convivencia. Es impostergable desatar todos los nudos y consecuencias del conflicto, empezar a hacerlo al menos; aplicado a Euskal Herria, dejar de usar la cárcel como elemento de castigo político, reconocer el uso sistemático de la tortura, abrir los archivos de la verdad para tantos casos oficialmente ocultados (Naparra, Pertur, Basajaun, Geresta, Zabalza...), reconocer, reparar y más allá de ello respetar a todas las víctimas…

Unas navidades cualquiera en los «años de plomo» en Euskal Herria. Una familia cualquiera. Una abuela ferviente franquista, cuyo hermano fue reclutado a los 18 por el bando franquista en vez de su padre y a quien los «rojos» mataron en la guerra. A su lado su yerno, militante activo de la izquierda abertzale, cuyo aita fue represaliado tras la guerra por haber sido conductor de ambulancias para los «rojos»; preso él mismo por relación con ETA. En el resto de la mesa, en la misma familia, hay dos abertzales más «templados», una ex-concejala de UPN, un empresario amenazado por ETA y un veinteañero de cuya cuadrilla se han llevado a prisión a dos jóvenes acusados de «kale borroka», aún sin juicio.

En la tele se anuncia el inicio en minutos del discurso habitual navideño del monarca español. Silencio y tensión. Los miembros de las generaciones más jóvenes entrecruzan miradas, saben que esos dos polos opuestos, que defienden cada uno lo suyo con una vehemencia total, acabarán chocando en un caos de reproches, acusaciones, críticas y rencores. Puede ser peor que un mero discurso; puede ser que el noticiario traiga la noticia de un atentado de ETA o de una muerte en manos policiales. Resulta ingenuo soñar con una convivencia normalizada en un contexto marcado por atentados, detenciones, torturas, pelotas de goma, actuaciones judiciales, pintadas, kale borroka, seguimientos, amenazas…

La secuencia, en realidad, no es exclusiva de los años 80. Se ha repetido en los 90 y también bien entrado este siglo. En la última década el deshielo es evidente pero persisten los recelos. ¿Cómo acabar de tejer la convivencia en un contexto post conflicto armado? ¿Cómo desandar dialécticas mantenidas en el tiempo, enraizadas en lo más profundo de las personas? ¿Cómo abrirse a otras miradas, a otros relatos, a otras miradas? ¿Cómo mirar desde una mirada distinta a esa otra persona, cercana o ajena, que durante tantos años fue «de los otros»? ¿Cómo superar prejuicios enquistados y construir un nuevo mapa mental como personas individuales y parte de un colectivo llamado ciudadanía, país?

Las respuestas a todas esas cuestiones fundamentales son parte fundamental de lo que los expertos denominan resolución de conflictos.

Los avances en estos diez años desde Aiete, tres ya desde la disolución de ETA, dos desde que la política penitenciaria empezó a humanizarse, son innegables. Los escenarios donde convergen diferentes sensibilidades políticas, ideológica y sociales son ahora mucho menos hostiles, aunque aún persisten temas a esquivar, preguntas y respuestas incómodas, silencios prolongados. Frases como ‘mejor, calla’, ‘cuidado con quien hablas’ aún resuenan en nuestras memorias porque, como dice Carlos Martín Beristain, de amplísima trayectoria en procesos de reparación y búsqueda de la verdad, impulsor de la iniciativa Glencree y actualmente comisionado de la Comisión de la Verdad de Colombia –uno de los pilares del Sistema de Justicia, Verdad, Reparación y No Repetición del acuerdo de paz entre las FARC-Ep y el Gobierno de Juan Manuel Santos–, un proceso de construcción de paz es «un tiempo intermedio».

Experiencias colombianas

Esos diálogos de La Habana y el acuerdo surgido de ellos han sido presentados como un referente mundial. Durante cuatro años, negociadores de un lado y del otro convivieron en el complejo de viviendas que el Gobierno cubano dispuso para ambas delegaciones. El Laguito y el aledaño Hotel Palco se convirtieron sin así pretenderlo en un laboratorio de convivencia más allá de la mesa de discusiones. La recepción y dependencias públicas del hotel fueron lugares de encuentros no oficiales, de reflexiones y comentarios off the record, de intercambios de impresiones y análisis con todo aquel que durante esos cuatro años viajó de manera esporádica o regular a la capital cubana. Miradas, reuniones sin la rigidez de una mesa.

Años después de la firma de los acuerdos en noviembre de 2016, en conversación con quien fuera una comandante en la guerrilla y una teniente del Ejército colombiano –la única mujer militar en la mesa de conversaciones–, ambas confiesan la amistad que lograron tejer pese a la desconfianza inicial.

«Tú vas con una idea de quiénes son los buenos y quiénes los malos, y allá te encuentras con que cada persona tiene su justificación desde su experiencia para hacer lo que hizo y cada uno está convencido de que hizo lo correcto. Yo me encontré con un montón de víctimas. Eso como que me quebró. Y me di cuenta de que en última instancia todos somos víctimas, colombianos y, por lo general, colombianos pobres. Yo tenía esa sensibilidad diferente pero tenía una figura del enemigo clarísima. Tantos años estudiándolos, sabiendo lo que habían hecho… fue muy duro sentarse junto a ellos. Me entró un frío cuando los vi pasar. Me temblaban hasta las piernas. Esa primera vez que les vi fue muy duro y ¡ya sentarme con ellos! Me vinieron las imágenes de todo lo que habían hecho. Con el tiempo te va cambiando la figura, el nombre, la estadística, lo que simbolizan y vas poniendo cara al ser humano que hay detrás. Hablando nos dimos cuenta de que habían estado durante muchos años en los mismos sitios, igual con una diferencia de dos meses, desempeñando tareas similares. Ellas tratando de ganarse a la población civil y yo también. Teníamos muchas cosas en común, ellas sentían mucha curiosidad por mi vida militar y yo por su experiencia de vida, por su experiencia militar. Yo crecí en el campo y la mayoría de ellas también. Ya ese mero hecho conectaba mucho», me contó una de ellas, con su uniforme militar.

Estando en las filas de las FARC-EP, fue detenida, torturada y violada por militares. La Habana le «cambió la vida». «Después de haber sido violada dentro de la cárcel, me pude sentar con los militares en una mesa de negociación, pude compartir con ellos, mirarles a los ojos. Sentí un frío inmenso, como si me asomara a un abismo y me soltaran. Tenía frente a mí no solo al hombre que nos había combatido, sino a alguien que representaba la legalidad en la estructura militar del Estado, que eran quienes me habían agredido sexualmente. Era consciente de que no había sido él, pero representaba la institucionalidad. Fue un momento muy duro. Yo no podía sacrificar un espacio en el que conjuntamente íbamos a construir el sueño de un país en paz por un rencor individual y menos cuando hay miles de mujeres con mis mismas vivencias, tal vez más duras. La paz está por encima de los odios personales, de mi dolor. Comprendí que eso que yo había vivido tenía servirme para mirar de frente, cambiar el escenario y perdonar. No fui muy amiga suya pero sí tuve la posibilidad de interactuar con otros militares en activo».

Un relato duro y, a la vez, inspirador e indicativo de lo difícil y contradictorio que puede llegar a ser un proceso de superación de las heridas, porque tal vez, la sanación completa sea imposible. La firma del acuerdo de paz le posibilitó regresar a su vida civil y reencontrarse con la hija que tuvo que dejar al cuidado de otros familiares y ver a sus nietos. «Pienso que tendrán la posibilidad de crecer con unos abuelos en riesgo pero en otras circunstancias. Los riesgos políticos son muchos», expone.

«Es la primera vez que estoy sentado con un ex-coronel del Ejército colombiano y un ex-comandante de las FARC-EP que en tiempos de guerra tenía 350 hombres y mujeres a su cargo. No es un hecho normal. Si entre todos logramos llegar a la reconciliación y al perdón y a la justicia y equidad social, habrá valido la pena haber vivido», afirmó Henry Acosta, facilitador del proceso de paz, en una mesa redonda celebrada en noviembre de 2019 con motivo de la presentación del libro «Hacia la reconciliación. Una mirada compartida entre el País Vasco y Colombia», de la Universidad Javeriana de Cali y la Universidad de Deusto. A ambos lados se sentaban Osvaldo Mendoza, alias Pacho Quinto, quien ingresó en las FARC-EP a la edad de 13 años, y Leonard Yamid Infante León, coronel retirado del Ejército.

Recientemente, el presidente de los Comunes y último comandante en jefe de la guerrilla, Timoleón Jiménez, más conocido como «Timochenko», y el ex-jefe de las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Salvatore Mancuso, se han comprometido públicamente con la Comisión de la Verdad a participar conjuntamente «en un encuentro amplio con la verdad y las víctimas» y exponer el accionar de cada grupo.

Uno de los avances positivos que ha traído consigo el proceso de diálogo y el consiguiente acuerdo han sido estos pasos para ampliar miradas, gestos de pedagogía que, cabe subrayar, se vienen desarrollando en medio de escenarios de violencia, de persecución y muerte de líderes sociales y ex-guerrilleros, de estigmatización y de una fuerte polarización en la sociedad.

Una mirada en Irlanda

En otro escenario completamente diferente al colombiano, se me quedó grabado un cruce de miradas a este lado del océano. Fue entre un ex-militante y ex-preso del IRA y uno de los ex-carceleros de los Bloques H y en ese momento vigilante de esta prisión, donde ahora hace 40 años murieron Bobby Sands y otros nueve presos republicanos en una prolongada huelga de hambre. El encuentro ocurrió en marzo de 2006, durante una visita a los temidos Bloques H con motivo del 25 aniversario de la protesta. Durante el recorrido hasta la cárcel, éste fue narrando los ataques paramilitares que sufrían familiares de presos irlandeses en el trayecto mientras sonaban conocidas canciones revolucionarias irlandesas. Al llegar, en la puerta, el entonces vigilante y ex-funcionario al que conoció durante su época de preso se volvieron a medir en una intensa y cortante mirada. Una imagen vale más que mil palabras. Aquellos escasos segundos evidenciaron que las profundas heridas del conflicto y del sufrimiento aún seguían más que latentes.

Superar la polarización generada por los conflictos, allá o aquí, salvando distancias, circunstancias y contextos requiere tiempo, mucha valentía, honestidad y empatía por todos los actores, ya sean protagonistas, secundarios o figurantes, que vivieron y sintieron el conflicto. No es fácil despojarnos de prejuicios, por mínimos que estos sean o creamos que así son. Las herramientas que ofrecen recursos propios de la sicología –véase inteligencia emocional, empatía, aceptación, comunicación no violenta– pueden ser útiles siempre y cuando sean ejercidas de modo colectivo. Pero no es solo cuestión de voluntad personal, hacen falta medidas colectivas de impulso a la convivencia. Es impostergable desatar todos los nudos y consecuencias del conflicto, empezar a hacerlo al menos; aplicado a Euskal Herria, dejar de usar la cárcel como elemento de castigo político, reconocer el uso sistemático de la tortura, abrir los archivos de la verdad para tantos casos oficialmente ocultados (Naparra, Pertur, Basajaun, Geresta, Zabalza...), reconocer, reparar y más allá de ello respetar a todas las víctimas…

Un día de «contrición» nacional –así lo llaman en Colombia, donde por cierto está aún pendiente, dejémoslo en duelo o reconocimiento- y la creación de una Comisión de la Verdad en la que todas y cada una de las «contrapartes» y nuevamente, todos los protagonistas, puedan aportar todas sus verdades en la construcción de una verdad coral e inclusiva podrían ser buenas herramientas. Ladrillos para construir una convivencia con raíces sólidas, con mirada puesta en el futuro pero con las enseñanzas de lo vivido y sufrido.


Ainara Lertxundi, periodista, responsable de la sección Mundua del diario Gara.