En este espacio que queremos compartir hay que sosegar el debate de la memoria y del relato. Que no se convierta como han dicho desde numerosos sectores en una «batalla del relato».
Este artículo es una contribución al proceso «Compromiso social con la construcción de la convivencia» del Foro Social Permanente. La paz, el respeto a los derechos humanos y colectivos, la armonía social son bienes supremos a los que aspira cualquier comunidad. Se trata de trazar un camino para alcanzar unos objetivos que se mueven constantemente, como el horizonte. Una tarea complicada. Ni siquiera la Utopía diseñada por Tomás Moro se acercaba a la perfección cuando en uno de sus apartados avalaba la esclavitud.
Acercar posturas, tender puentes y crear narrativas compartidas son parte de esa senda hacia una convivencia más profunda. Pero de partida debemos ser conscientes de nuestros límites. De lo contrario, surgirán las frustraciones o lecturas en falso, esas mismas que legitimarán la posición del relato del poder, el mejor plantado para construir la biografía de propios y ajenos. Habrá relatos paralelos. Otro tema diferente es el del reconocimiento de las víctimas.
Escribía recientemente el filósofo esloveno Slavoj Zizek que «cuando todas las tendencias políticas se reconocen en el mismo producto, podemos estar seguros de que dicho producto no es más que ideología pura y dura, es decir, una especie de recipiente que contiene elementos antagónicos». Esta es la cuestión. Cuando citamos la convivencia, no se trata de ideología, sino de contrato social. Y ahí surgen las desavenencias.
Y esas discrepancias parten de que el vocabulario ya es diverso según la trinchera, de que el concepto de víctima no es unitario y en el que la ideología tiene un peso capital a la hora de reconocer posiciones con las vulneraciones de derechos humanos, un espacio por cierto abierto por las democracias liberales y no por movimientos revolucionarios o anticapitalistas que pugnaron por tumbar los sistemas represivos.
Para que se me entienda. Es paradigmático de la situación en la que nos encontramos que todos los sindicatos policiales, tanto estatales como autonómicos, no reconozcan el Informe de las Torturas del IVAC, con la excepción de ELA que yo sepa, y carguen las tintas contra sus autores a los que incluso quisieron enfrentar judicialmente. Es preocupante, en un supuesto reconocimiento al otro, que Fernando Grande-Marlaska, un juez que ha recibido la mayoría de las condenas de Estrasburgo a España por no investigar denuncias de torturas, sea nombrado y confirmado como ministro del Interior. Es evidente que una condena pueda ser casualidad, pero media docena ya son tendencia hacia la complicidad.
Este ejemplo me sirve para señalar que, desgraciadamente, el equilibrio sobre las víctimas, en la vertiente definida por el Relator Especial de Derechos Humanos de la ONU (verdad, justicia, reparación y garantías de no-repetición) y al menos en el caso vasco, está lejos de acercarse a unos parámetros ponderados. Porque siguen existiendo víctimas de primera y de segunda. Incluso de tercera. Desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, torturados, secuestrados, deportados... se evaporan del mapa de violaciones de derechos humanos.
Faltan territorios de violaciones, notificaciones de víctimas. Producidas por tribunales especiales como el TOP o la Audiencia Nacional, ejecutadas en estados de excepción y en la excepcionalidad que marcaron los gobiernos de Madrid y París (veto al sufragio universal, cierre de medios de comunicación, centros irregulares de detención, violaciones políticas, palizas sistemáticas en traslados de presos, desapariciones, propagación de noticias falsas, embargos). Suicidios inducidos o no en la obligatoriedad del servicio militar. A los muertos por las organizaciones vascas hay que añadir los 83 por grupos paramilitares (no reconocidos por la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo de Madrid), los muertos en manifestaciones, en controles, en prisiones por suicidio con la aplicación sistemática del primer grado, los familiares en la política de alejamiento, los muertos también de esas organizaciones armadas en ejecuciones extrajudiciales o en enfrentamientos.
Hay una violencia que por ser estructural apenas se ve citada. Esa violencia también es producto de la violación de derechos humanos, tal y como es aludida en la Carta Universal. Injusticias sociales, de género, ecológicas o lingüísticas. Injusticias avaladas, por otro lado, por un sistema voraz que se apoya en jueces y policías.
Así que los territorios de vulneraciones y su ausencia en la narrativa política continúan siendo notorios. Tanto que en ese equilibrio y reconocimiento como horizonte necesitan de una discriminación positiva. Para evitar la clasificación de las víctimas. Y a las instituciones debemos exigir que eviten la selectividad hasta ahora imperante, porque las políticas públicas de memoria tienen que ser inclusivas.
En este espacio que queremos compartir hay que sosegar el debate de la memoria y del relato. Que no se convierta como han dicho desde numerosos sectores en una «batalla del relato». Vayamos a las normas internacionales, que serán más objetivas que las nuestras por simple alejamiento de nuestro conflicto. Leamos con detenimiento y apliquemos el Protocolo de Estambul para los torturados, la Carta de Derechos Humanos para citar sus violaciones, el Protocolo de Minnesota para las ejecuciones extrajudiciales, arbitrarias y sumarias, las Reglas Mandela para conocer los derechos de los presos.
A pesar de que la Unión Europea, a la que pertenecemos, señala que las denuncias de tortura deben ser investigadas acorde con las reglas de este Protocolo de Estambul, la justicia española no lo acepta. Es cierto que debemos adoptarnos a conceptos jurídicos internacionales de DDHH, pero sin caer en la exclusividad del discurso jurídico, excluyente a veces del verdadero fondo de la cuestión. Por tanto, la proporción entre lo jurídico, lo político y social es tarea necesaria, de vigilancia constante. Mientras tanto, discriminación positiva hacia un equilibrio narrativo que hoy falta.
Iñaki Egaña (Donostia, 1958), es historiador y escritor, además de investigador de la Sociedad de Ciencias Aranzadi y director de la fundación Euskal Memoria.