Deslegitimar la violencia padecida no es mera retórica; es una necesidad perentoria para fortalecer social y políticamente la convivencia de una sociedad agredida, con víctimas concretas a las que nos debemos. Porque ellas fueron quienes recibieron una agresión cuyos destinatarios últimos éramos todas y todos.
Estimado Hernan jauna
Lo primero que he de hacer es pedirle disculpas; en la universidad, como en otros muchos centros de trabajo, con esto de la pandemia, andamos más atareados que nunca, y las clases semi, presen y remotas son un añadido al trabajo habitual que nadie esperaba y que todos deseamos que concluya. Esto de adaptarnos a una nueva realidad cambiante lleva tiempo y no me ha dejado dedicarle a su amable carta el sosiego y el espacio necesario la semana pasada. Pero me he puesto con ello. Le voy respondiendo.
Creo que usted conoce parte de mi trayectoria y postura ante la violencia y sus consecuencias en nuestra tierra. Desde hace ya unos años, comparto el proyecto llamado “Gogoan, por una memoria digna”, con una variedad de gente y mentes lúcidas y, a mi modo de ver, privilegiadas. Montamos esta iniciativa porque veíamos que podíamos aportar algo a esta fase post violencia y echábamos en falta algunos puntos de vista que le detallo a continuación. Le expongo resumidamente, pues, nuestras líneas fundamentales de trabajo para que me y nos sitúe (están recogidas formalmente en nuestro blog de trabajo, https://gogoan.org/).
Deslegitimar la violencia.
ETA mató sobre todo en democracia (el 94% de sus víctimas las produjo una vez muerto el dictador), por lo tanto, no se ajusta a la realidad que la suya fuese una violencia de respuesta ante la dictadura. Tampoco vamos a hacernos trampa: ETA nació en un contexto concreto como la dictadura, pero de ninguna manera justifica su trayectoria.
La existencia de ETA y la responsabilidad de sus actuaciones competen a sus miembros, quienes libremente decidieron optar por el uso de la violencia. La izquierda abertzale apoyó esa estrategia violenta y colaboró con ella impregnándola de legitimidad y discurso político.
La violencia de ETA, especialmente desde el advenimiento de la democracia, generó un embrutecimiento entre quienes defendieron y animaron la actividad etarra, creando tanto escuela como discípulos de la violencia y del odio: legitimación y naturalización del asesinato.
Así pues, es imprescindible realizar un profundo trabajo de desescombro; para ello entendemos que en la sociedad vasca se necesita la “contracultura” de la deslegitimación de la violencia. Dos vertientes fundamentales:
Por una parte, esta deslegitimación debe reafirmar de manera definitiva que la violencia ejercida fue, además de un error, injusta. Sus víctimas no eran merecedoras de semejante agravio. No existía ninguna justificación para ello.
Por otra parte, y no menos importante, es ineludible contrarrestar los dañinos efectos que esa cultura de violencia ha generado en un importante sector de la sociedad. Esta parte de la sociedad que, en muchos lugares, ha justificado y empleado la amenaza de la violencia y una crueldad insufrible contra sus propios vecinos, debe realizar el tránsito hacia el funcionamiento democrático y asumir las actitudes y los valores de respeto y tolerancia que son propios de esa forma de organizarnos. Eso implica no idealizar a quienes ejercieron ese dolor.
Por esa razón resultan inaceptables los recibimientos públicos a los miembros de ETA. Estos actos públicos no solo humillan a las víctimas; sino que para todos nosotros y nosotras significan un reconocimiento a unas personas por su actividad terrorista.
Fundamental para la convivencia que desaparezcan este tipo de actos públicos y, por parte de los presos de ETA, que realicen una autocrítica sin peros, no condicionada, sincera; se trata de que busquen el camino de su reconciliación para con la sociedad vasca. A menudo, se habla de la reconciliación de la sociedad vasca entre sí; una vez más, algunos quieren mezclar responsabilidades. Sin embargo, creemos que han de ser quienes rompieron la convivencia y el más elemental respeto a la vida los que se deban arrimar a la convivencia.
Partiendo de que toda práctica terrorista es absolutamente ilegítima y condenable, consideramos que existe una diferencia nítida entre el terrorismo de ETA y el terrorismo de otros grupos como el GAL, el BVE, la Triple A, etc. Hacia estos últimos, no hubo un apoyo público significativo a sus criminales actuaciones. Más bien, lo contrario. La inmensa mayoría de sus asesinatos tuvieron una respuesta de condena en la calle. Lo mismo ocurrió con los excesos que cometieron las fuerzas de seguridad en los años de la Transición.
Hecha esta apreciación, queremos señalar que otra forma de deslegitimar la violencia es persiguiéndola, investigando los crímenes, y condenando a los culpables. Por desgracia, hay unas carencias muy llamativas en lo que se refiere a los casos de esta violencia ejercida por otros grupos terroristas y en las actuaciones ilegítimas y desproporcionadas de las fuerzas de seguridad. Paradójicamente, muchas de sus víctimas no tuvieron nada que ver con el terrorismo de ETA. En este sentido, consideramos que es necesario que haya un cambio de actitud y que, desde el Estado, se cumpla con las obligaciones y se aplique la justicia obligatoria y, sobre todo, la justicia que necesitan las víctimas.
Reivindicar una memoria digna.
Pudimos comprobar que el final de ETA ha significado el final de la violencia asesina y de la amenaza, bien; pero ahora queda elaborar una memoria digna. Y con “memoria digna” nos referimos a que se conozca el máximo de verdad posible de lo ocurrido como un derecho que asiste a las víctimas y a toda la sociedad. Como dice Reyes Mate “la memoria es la lectura moral del pasado guiada por la búsqueda de la verdad y la justicia”. Pero no se trata solo de conocer datos y agolparlos en volúmenes de libros y listados interminables, sino que es imprescindible hacer una lectura crítica de lo ocurrido porque corremos el riesgo de no aprender de nuestros errores y continuar arrastrándolos.
Creemos que es elemental despojar a la violencia de cualquier lectura épica, como si de hechos heroicos y generosos se tratara. Y tampoco caben justificaciones o excusas para revestirla de argumentación, como cuando se invoca la preexistencia de un conflicto de carácter político; porque, si es político, ¿cómo se entiende que haya más de mil muertos, miles de heridos y casi un centenar de secuestros? Si hablamos de hacer política, es decir, del arte de avanzar con la palabra, el acuerdo y la persuasión razonada, no podemos recurrir a la violencia. Porque utilizar la imposición violenta es pasar del campo de la palabra y la argumentación al campo de batalla de las armas, del miedo y del abuso militar. Ahí no hay política, hay se impone la dictadura bélica, de palo y tentetieso, en definitiva, la victoria del miedo.
Hay que marcar nítidamente un antes y un después. Y a ese después, solo hay que llevar la dignidad de las víctimas, la firme convicción de que la violencia solo aporta dolor y marginación social, y que la propia violencia utilizada, sin una posterior deslegitimación y reflexión del error cometido, neutraliza la construcción de una sociedad pacificada.
En esta reivindicación de una memoria digna es imprescindible identificar y distinguir claramente las responsabilidades. De la misma manera que es imprescindible definir quién es y quién no es una víctima. Esta violencia, fundamentalmente la de ETA, ha generado mucho sufrimiento, pero siempre debemos diferenciar nítidamente la figura de la víctima porque pone en evidencia la injusticia de todo lo ocurrido. Las víctimas son las trágicas destinatarias de la más grave vulneración de los Derechos Humanos, el asesinato. Tratar de equiparar sufrimientos secundarios con el asesinato de un ser humano denota una perversión moral inasumible. En la historia reciente de nuestro país, con cierta frecuencia, algunos agentes sociales han pretendido mezclar sufrimientos muy diferentes con el objeto de equiparar injusticias y poner el fiel de la balanza en el medio, como si con ello se pudiera neutralizar el dolor provocado por el asesinato, signo de identidad de la acción de ETA durante más de 40 años y 850 personas eliminadas. Todo ello no resta un ápice la gravedad de las otras violencias. Unas y otras no se compensan ya que una injusticia jamás puede responderse con otra.
Además, tenemos una serie de referencias que, por su trayectoria, nos parecen no solo útiles sino también modélicas en cuanto a carentes de intereses partidistas o de alguna tendencia ideológica definida. Son las siguientes:
El mensaje nítido del colectivo Eraikiz sobre el ejercicio de la necesaria implementación de la memoria, así como la deslegitimación del uso de la violencia con fines políticos; hay que sumar la autocrítica y respeto de la pluralidad como eje vertebrador de una sociedad que es mucho más exigente en estas coordenadas que en las de poner fronteras; hablan de un acercamiento no mediático ni bullanguero hacia las víctimas. Todo ello con la finalidad de no repetir errores del pasado y poner en manos de las nuevas generaciones una sociedad pacificada y conviviente.
El mensaje que se extrae de quienes han optado por la Vía Nanclares: hay un ejercicio de interiorización del error cometido y una petición de perdón a las víctimas, independientemente de que estas lo acepten, concedan, consideren…
Los encuentros discretos pero muy fructíferos entre víctimas de distintas violencias, que han valido para el mutuo reconocimiento y para llegar a la conclusión inesperada de que la violencia injusta solo crea daño sin apellidos. Daño y punto. Llegaron a la conclusión de que solo hay un bando, el de la agresión; todas ellas se reconocieron como víctimas y se comprendieron mutuamente.
Por último, el ejemplo de lucha pacífica y de resistencia desplegado por la Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria, que, en su trayectoria de más de 27 años, nos mostró la diferencia entre un conflicto como el vasco, de carácter político identitario, y el uso de la violencia -convertida en terrorismo- utilizada para obtener réditos políticos. Una asociación pacifista que dialogó y puso en conocimiento de la sociedad los testimonios de las víctimas de la violencia cuando todavía ETA asesinaba. Una asociación pacifista que se movilizó en contra de TODAS las muertes provocadas en el marco de un conflicto político y que jamás pudieron justificarse. Una asociación pacifista que hizo de la deslegitimación de la violencia su eje vertebrador de la sociedad en torno a esa idea común: nada justifica una muerte. Una asociación pacifista que sacó a la luz la violencia de persecución que sufrían miles de ciudadanos vascos; esa violencia difusa, pero muy dolorosa y silenciada que llevaban con discreción profesores, políticos, policías, magistratura, intelectuales, militares. Una asociación pacifista que reivindicó los derechos de los presos y detenidos… En fin, una asociación netamente pacifista, pre partidista, sin intereses en el umbral de la política, más allá de pedir a la sociedad que se manifestara con rotundidad en contra de la muerte, la extorsión, la amenaza y la imposición, en definitiva, ante la injusticia vivida en nuestra tierra.
Todo lo mencionado hasta ahora es el ámbito de pensamiento y actuación en el que nos hemos movido muchas personas en Euskal Herria. No son principios inamovibles, pero sí son principios recios, que abarcan todos los derechos humanos relacionados con la libertad y la vida, lo que no significa que el resto de derechos, como ustedes señalan (derechos políticos), no los contemplemos, claro que sí. Lo que sucede es que aquí hemos vivido una situación de recorte del derecho a la vida, a la libertad de palabra y a la libre circulación. Es por ello que mi posicionamiento partidista no debe entrar en este ámbito de actuación, ya que la defensa de los derechos básicos es anterior.
Yo conozco sus puntos de vista y su forma de actuar ante lo que aquí ha acontecido, Sr. Hernán. Le escuché en una charla en Vitoria.
Sé que podemos ponernos de acuerdo en algunas cuestiones, pero a mí me resulta difícil atender con la misma vocación los derechos civiles y políticos cuando el derecho básico e inalienable de la vida ha estado violado sistemáticamente en nuestro país. Hablamos de más de mil personas muertas sin tener que haber muerto. Es por todo ello que no entiendo el tratamiento que ustedes dan en su documento a las víctimas (las verdaderas sufrientes, todas ellas, sin excepción) y el que dan también a las personas presas. Una vez más, en el “Diagnóstico del FSP” ustedes ponen tres epígrafes que producen una igualación injusta, incluso ofensiva, ya que mencionan “soltar tres nudos a la mayor brevedad posible” mezclando víctimas con verdugos encarcelados. Será por una cuestión metodológica, pero la labor hacia víctimas no puede ser un nudo, sino una labor continua y llena de matices.
En mi punto de vista, son capítulos distintos, y, sobre todo, especialmente delicados; tanto que necesitan tratarse separadamente. Supongo que ustedes también lo entienden así, pero no lo reflejan. A veces, con esa forma tan utilitaria de entender el final de la violencia, no dan la dimensión más o menos acertada de qué es sufrir supremamente ante el asesinato deliberado e injusto de un ser querido; lo digo así porque inmediatamente detrás del dolor de esas personas colocan el dolor de los familiares que han de (injustamente, sí, pero de otra dimensión y alcance muy distinto) recorrer cientos de kilómetros para visitar a su familiar preso. De esa manera, ya tiene ustedes el rechazo -lógico y humano- de todas las víctimas y de una gran parte de la sociedad.
Es por ello que, a mí personalmente, me resulta difícil de digerir sus formas de entender esta especie de “proceso de construcción de la convivencia”, dando a entender que la convivencia está rota y ustedes tienen alguna fórmula para arreglarla. Mi punto de vista es otro: hoy día, afortunadamente, la sociedad vasca convive razonablemente bien en el marco que entre todos nos supimos dar. El mayor problema, el que alteraba completamente las reglas de la convivencia era la violencia de ETA (miles de personas amenazadas, extorsión a empresas, hostigamiento al periodismo no afín y, su producto más trágico, el asesinato). Hoy día, ETA ha desaparecido y, aunque en núcleos pequeños de población todavía es asfixiante la falta de libertad, se respira de otra manera en el país.
No obstante, hubo un tiempo en que esto no fue así. Recuerdo que, hace ya una veintena de años, la sociedad vasca estuvo al borde de la fractura social cuando, ante el terrorismo de ETA, no supo permanecer unida y solidaria en contra de la violencia, y, al calor de esa división, desde el ámbito del nacionalismo vasco, se presentaron interesadamente fórmulas políticas e ideológicas para convencer a ETA de las bondades de su desactivación. La desunión de los partidos democráticos provocó la desazón de una gran parte de la ciudadanía, incapaz de verse reflejada en las actuaciones de sus representantes. Hay que señalar que algunas actuaciones -de la derecha especialmente- también eran interesadas y buscando la ruptura del bloque democrático, así como un uso espurio de las víctimas. Al final, conseguimos entre todos superar aquella horrenda fase de asesinatos sin una respuesta unitaria y nítida ante la violencia. El tiempo demostró que la unidad del conglomerado democrático, por sí misma, no terminaría con la violencia, pero sin ella el cometido habría sido imposible.
Del mismo modo, cuando ETA anunció su tregua definitiva, toda la izquierda abertzale dirigió su mirada petitoria al gobierno de Madrid para que hiciera su aportación a la resolución del conflicto, como si en un empate infinito (teoría Elkarri), cada contendiente tuviera que ir haciendo concesiones en cremallera. Como si el final de ETA hubiera sido un detalle que devengase un precio. Esa izquierda abertzale, portavoz de los designios etarras, endilgaba al gobierno de la nación la responsabilidad de que ese final fuese el definitivo, para lo cual se pedían gestos, pasos, concesiones y maniobras en favor de la resolución del conflicto político. Recuerde que los propios “facilitadores”, en la declaración de Aiete, se ofrecían para ir avanzando en el campo de la política; a mí modo de ver, vergonzoso, como si la sociedad vasca fuera incapaz de ir desbrozando su propio futuro inmediato. Estos años han demostrado que somos una sociedad que puede prescindir de tutelas ajenas y facilitaciones paracaidistas.
Además, toda aquella puesta en escena y las peticiones de la izquierda abertzale suponían una densa cortina de humo para difuminar el papel de la izquierda abertzale (excluyo de esta interpelación a Aralar), que ha sido la responsable directa y moral del mantenimiento de la violencia durante tantos años. Es por eso que, en mi más que modesta opinión, es esta izquierda abertzale la que debía dar pasos significativos en el camino de su reconciliación con una gran parte de la sociedad vasca, a la que había estado agrediendo, presionando y señalando como culpables de un conflicto que solo ellos vislumbraban como resoluble, siempre y cuando el resto de la ciudadanía nos hubiéramos avenido a sus postulados.
Por último, le señalo, a mi modo de ver, cuáles son los pasos que se debieran dar para alcanzar una sociedad pacificada, respetuosa, democrática y coherente con su pasado reciente
Reconocimiento sincero y honesto del daño perpetrado con el uso de la violencia. La convivencia, si ha de ser tal, se tiene que basar en el reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, con su necesaria categorización, y matar es el hecho absoluto de la perversión moral y ética. Quienes lo hicieron deben hacer un reconocimiento público y auténtico de que asesinar fue un acto cruel, inhumano y destructivo, y, en consecuencia, estuvo mal, peor imposible. Tanto ETA como la izquierda abertzale (cada cual en su grado de responsabilidad) deben a la sociedad vasca ese reconocimiento, el de ser los responsables de un dolor irreparable a miles de familias; reconocer que no solo fue un error, sino que además fue un horror. Hay una declaración de septiembre de este mismo año presentada por las FARC. Es un buen modelo. Rezuma sinceridad y humildad. Le dejo aquí un par de citas de esa declaración que pueden ser de suma utilidad porque se implementan a la perfección al caso vasco:
"Hoy, 14 de septiembre de 2020, reunidos quienes conformamos el antiguo Secretariado de las FARC-EP y quienes firmamos en 2016 el acuerdo de paz, estamos aquí para, desde lo más profundo de nuestro corazón, pedirle perdón público a todas nuestras víctimas de secuestro y a sus familias
"…después de haber silenciado para siempre nuestros fusiles; en el sosiego de la vida civil que nos ha permitido la reflexión profunda sobre la guerra en la que participamos y fuimos protagonistas por más de 50 años, queremos decirles que el secuestro fue un gravísimo error del que no podemos sino arrepentirnos".
"que vivieron un infierno esperando tener noticias de sus seres queridos, imaginando si estarían sanos y en qué condiciones estarían siendo sometidos a seguir la vida".
"…(el secuestro) sólo dejó una profunda herida en el alma de los afectados e hirió de muerte nuestra legitimidad y credibilidad".
El Estado, tanto por la activación de grupos terroristas con fondos reservados, como por la actuación desproporcionada y/o fuera de la ley de sus cuerpos policiales, generó más de un centenar de víctimas igualmente inocentes, con el agravante de que el propio Estado debía velar por la seguridad de sus conciudadanos y en esos casos hizo justo lo contrario. Es de justicia que el gobierno de turno haga una declaración rigurosa sobre aquellos hechos. Y, lógicamente, deberá aclarar (derecho a la verdad), indemnizar (reparación) y reponer el buen nombre a sus víctimas. A este respecto, también tendrá que hacer una lectura muy crítica sobre las torturas y tratos degradantes que infligieron sus funcionarios a una cantidad difícil de calcular de ciudadanos vascos. No podemos pasar por alto este punto: España tiene firmado el Convenio contra la tortura y malos tratos, así como su ratificación en 2006, que prohíbe expresamente esas vejaciones. Por lo tanto, el Estado, en boca de su gobierno legalmente elegido, debería hacer una declaración oficial de reconocimiento del mal causado por permitir y, en varias ocasiones, no haber investigado la existencia de torturas, así como establecer la garantía de no repetición. No está de más señalar a la justicia como un poder que debiera haber actuado independientemente de los deseos del gobierno de turno, y que en este asunto se inhibió o redactó condenas muy laxas para la gravedad de los delitos.
Las víctimas de la violencia (del terrorismo y del Estado) necesitan un tratamiento especial y especializado. Su testimonio de dolor debe formar parte del relato de lo que aquí ha sucedido; no fueron víctimas de accidentes, ni de estragos naturales, no. Fueron víctimas deliberadamente elegidas o al azar de una bomba puesta en la calle a sabiendas del perjuicio que causaría. Ellas no tuvieron el necesario arrope, protección y aceptación social como personas injustamente tratadas, especialmente las que ETA provocó, sobre todo en los primeros años de su carrera violenta. A todas les debemos un reconocimiento y una reparación que no les llegó.
Somos plenamente conscientes de un hecho que hay que cambiar de raíz: la incomodidad que acarrea su presencia. Esto es algo que debiéramos analizar, pero la mera presencia de una víctima (persona a la que le arrebataron injustamente un ser querido) nos incomoda; no tenemos la cultura de la solidaridad hacia quien ETA atacó. El estigma del “algo habrá hecho” continúa vivo, lamentablemente. Una de las poderosas razones de nuestra insistencia en deslegitimar la violencia es preguntarnos en qué tramo del recorrido de vuelta nos encontramos, es decir, saber si ya hemos atravesado el umbral real, no teórico, de condenar y rechazar completamente el uso de la violencia. ETA, cuando justificaba sus crímenes, acusando de chivatos, traficantes o confidentes, ponía sobre cada muerto una losa más pesada, fría y dura que el propio disparo, porque impedía a esa familia sufriente vivir con un mínimo de dignidad el duelo, ya que se sentía obligada a deshacerse en excusas y explicaciones, para no sentir el desdén, cuando no el menosprecio, entre sus convecinos. ETA mataba y una parte considerable de la ciudadanía, si no aplaudía, al menos encajaba el crimen en su esquema de castigos ejemplares.
Hacia todas esas personas mancilladas y rechazadas hay que hacer un trabajo de recomposición y devolución de la dignidad social. Cuando hablamos de reparación, sobre todo hablamos de la recomposición personal de quien fue asesinado. Hay muchos casos de familias denostadas por la infamia de una pintada, de una acusación vertida anónimamente o de una descalificación displicente que por miedo o por ignorancia y porque considerábamos a ETA un agente legítimo, nos lo quisimos creer. O no tuvimos el valor de levantar la voz en contra. Aunque es tarde, al menos lleguemos a ese estadio de empatía hacia todas ellas, a comprender lo injusto que fue el asesinato de su ser querido y a la soledad a la que se vieron abocadas.
Conviven entre nosotros muchas personas dañadas por la violencia, que, aun no habiendo sufrido un atentado, estuvieron perseguidas y acosadas. Muchas amenazas mostradas de diferentes maneras, mucho estigma de enemigo del pueblo o de chivato o de lo que sea; una cantidad de personas difícil de concretar (bastantes miles) se marchó del país asfixiada por el acoso. Y ahí no estaba solo ETA, estaban muchos vecinos apoyando una estrategia de acoso y derribo. Otros cuantos miles se quedaron y padecieron hasta el 20 de octubre de 2011 la espada de Damocles de un posible atentado. Hasta 42.000 personas vivían en vilo con medidas de seguridad y prevención de atentados. Hay formas de torturar que no dejan huella aparente, pero que destruyen interiores. Habrá que hacer un análisis profundo y detallado de la persecución padecida y el reconocimiento social de lo injusto que fue.
Desde que en diciembre de 1994 Gesto por la Paz denunciara lo injusto que era una política de alejamiento de presos de ETA de sus lugares de residencia, muchos entendimos la diferencia entre dispersión (separarlos entre sí) y alejamiento (muy lejos de sus familias como castigo añadido). Esto último nos resultaba deshumanizador y que había de cambiarse. Además, no había razón alguna para el alejamiento deliberado. Gesto lo dijo así:
Nuestra postura es de oposición al ALEJAMIENTO, por entender que cumplir condena en un lugar próximo al lugar natural de los penados es un criterio recogido en la legalidad vigente y que responde indudablemente a un principio de carácter humanitario elemental.
Fue Gesto por la Paz quien lo solicitó por primera vez y cada año era una reivindicación más de las muchas que exponía en sus campañas de sensibilización social. Hoy día, el alejamiento, increíblemente, es un instrumento que todavía se maneja desde los gobiernos al albur de conveniencias políticas. Deberían estar todos los presos de ETA en cárceles cercanas a Euskadi. Desde hace muchos años. Esto hay que decirlo alto y claro. Acercamiento no es impunidad, es cumplir con la legalidad vigente.
Una de las acciones que encabeza Sortu y que van en el sentido contrario, incluso adverso, de la convivencia es el de homenajear a las personas presas que, tras cumplir su pena, son recibidas con vítores, cánticos, bengalas, ikurriñas (bandera de todas/os los vascos) en el espacio público. No solo resulta inmoral y ofensivo para las propias víctimas; una gran parte de la ciudadanía también nos sentimos despreciados y agredidos, ya que se ensalza la figura de esa persona por haber cometido esos delitos, no porque sea su cumpleaños o haya ganado un trofeo. Los homenajes a presos que salen de la cárcel deben desaparecer como acto público. Cada cual en su ámbito privado que haga lo que quiera, pero en el espacio de todos, la exaltación de la muerte es inaceptable.
Todo lo anterior se compendia en un nítido y claro mensaje de DESLEGITIMACIÓN DE LA VIOLENCIA. Es decir, poder compartir desde la sociedad vasca un rechazo moral, social y político a la violencia. Sucedió, pero no estuvo bien. Esa violencia solo trajo consigo dolor y deterioro de la convivencia. Por otro lado, todas y todos debemos comprometernos con un mensaje y actuación de reconocimiento, solidaridad y memoria hacia las víctimas de la violencia, así como declarar nítidamente el rechazo a cualquier justificación de ella. Asimismo, debemos reconocer la pluralidad de la sociedad vasca respecto a los diferentes sentimientos de pertenencia y, desde ese respeto, buscar las fórmulas de convivencia en un marco razonable y aceptado por la gran mayoría, basado en la aceptación e implementación real de los derechos humanos.
Deslegitimar la violencia padecida no es mera retórica; es una necesidad perentoria para fortalecer social y políticamente la convivencia de una sociedad agredida, con víctimas concretas a las que nos debemos. Porque ellas fueron quienes recibieron una agresión cuyos destinatarios últimos éramos todas y todos
Me despido, Sr. Hernán, y sé que no he hecho los deberes que me propone, a saber, redactar un artículo para publicar en un medio. Le he redactado lo que opino y muchas compañeras/os cercanos pensamos sobre el presente y los pasos a dar.
Permítame hacerle una observación final sobre la creación de foros de debate y recogida de opiniones y testimonios: la sociedad vasca es muy plural; hay una parte de ella que nunca se siente con fuerzas ni con ganas de exponer los detalles de sus vivencias porque estas han sido muy amargas, muy injustas y padecidas en soledad porque la mayoría de la sociedad les dimos la espalda. Procure recabar testimonios de todo tipo y de toda ideología, aunque le pueda resultar difícil, e incluso incómodo. Hay muchas víctimas no representadas en las asociaciones o grupos de impacto social. Todas merecen ser oídas.
Gracias.
Reciba un cordial saludo,
Fabián Laespada
Fabián Laespada es profesor de la Universidad de Deusto, además de articulista de opinión y exportavoz de Gesto por la paz.