¡Bienvenida memoria histórica!

Todos somos responsables. Y, en lo que concierne a esta responsabilidad, ¿quién puede verse y sentirse como pura y absolutamente inocente? Estoy convencido de que mi propia autocrítica puede facilitar que otros hagan la suya propia.

Noticias recientes de diversa índole - pero que tienen que ver todas ellas con dramas inherentes a los más o menos recientes ciclos de violencia vividos en el conjunto del país y más particularmente en nuestra tierra – han activado la memoria y han vuelto a ponerla en el primer plano del orden del día.

Me estoy refiriendo, por ejemplo, a noticias y hechos relativos a la denominada “saca de Tafalla” - el mayor asesinato colectivo en Navarra tras el golpe militar del 36 -, a su investigación histórica y a la judicialización particular en la que la misma ha derivado; a la presentación del proyecto de investigación del impacto del golpe sobre el exilio en Navarra, una de sus numerosas y dolorosas secuelas; a la dedicación a víctimas de ETA de plazas y calles, y colocación de placas conmemorativas con sus nombres allí precisamente donde la vida les fue arrebatada; al estreno del documental “Non Dago Mikel?”, tratando de destapar las torturas y las cloacas del Estado, y a la aprobación unánime de una moción, por parte del Parlamento de Navarra, demandando el esclarecimiento de lo acaecido… No son más que algunos ejemplos, lo he dicho. Hacen memoria e incitan a hacerla.

Nos hallamos, por cierto, ante un escenario a un tiempo preocupante y esperanzador para la memoria. Esperanzador, ante todo. No sólo por el adiós a las armas, con su trágico balance, por parte de ETA, sino, sobre todo, por la creciente y decidida voluntad de superar un pasado violento, y de ir así asentando y afianzando una cultura democrática. Una cultura, por ende, de reconocimiento de los derechos humanos y de respeto al pluralismo y lo diverso, ya se trate de ideas, individuos o colectividades. Una cultura, en consecuencia, del diálogo, para poder acordar incluso los desacuerdos en pro del bien común. En suma, una cultura de paz. Supongo que es esta percepción esperanzadora la que ha llevado a un colectivo como el Foro Social Permanente a afirmar la existencia de lo que denomina un amplio “carril central”, con, al parecer, un sostenido y progresivo ensanchamiento del mismo. Estamos ante una centralidad que, de ser acertado el diagnóstico, tanto como una expresión del afianzamiento de la democracia, sería, al mismo tiempo, un importante soporte de la misma. En realidad, soy del parecer de que ella aporta condiciones sociales positivas para la efectividad del trabajo de un Departamento de Relaciones Ciudadanas, de una Dirección General de Paz y Convivencia, y de un Instituto Navarro de la Memoria. Instituciones, éstas, que a mi juicio también forman parte, dicho sea de paso, de lo que el escenario presente tiene de esperanzador.

Pero el mismo es también y simultáneamente – lo decía hace un instante y resultaría fatal olvidarlo – preocupante: por lo que tiene de fuertes desencuentros y de aguda polarización, de líneas rojas y posturas excluyentes, de negación del diálogo, de violencia verbal, insultos y descalificaciones. Actitudes que, muy a nuestro pesar, mantienen enquistados en el tiempo, así sea en otros términos, viejos conflictos.

Vengo hablando de la memoria, pero ¿a qué memoria apuntan las noticias y los hechos arriba mencionados a modo de ejemplo?, ¿cuál es la memoria que tratan de activar? Se trata de la memoria histórica, a ella me refiero. No me refiero, por tanto, a la mera evocación fáctica de lo acaecido, así ella se ajuste, como por supuesto debe ser, a las pautas más exigentes de la historiografía crítica y científica. Tampoco a la sola rememoración individual o grupal – por muy importante y significativa que la misma sea – de intensas vivencias del pasado, a menudo dramáticas y dolorosas, con su natural e inevitable carga de subjetividad. Ni estoy hablando de una especie de verdad oficial y dogmática relativa al pasado, que, a modo de pensamiento único, se impone a toda la sociedad.

La memoria histórica es, en cierto sentido, una construcción social. Ciertamente no arbitraria. Intenta ajustarse a la verdad de los hechos. Pero trata de ir más allá de la mera historiografía o los vivenciales relatos de quienes protagonizaron o padecieron determinados hechos o acontecimientos. Todo ello es valioso para la memoria, forma parte de ella. Los relatos, por cierto, por múltiples y comprensibles razones, serán plurales y diversos. Pero la memoria histórica abarca más y, sobre todo, va más allá. Tiene una doble mirada y, desde ella, un doble propósito explícito y reconocido. Mira a un pasado traumático a superar y con el que ajustar cuentas, y a un presente y futuro que se quieren nuevos por radicalmente renovados, siquiera en términos éticopolíticos y humanos. Y abriga una clara intención: de verdad, justicia y reparación para las víctimas, y de consolidación de una convivencia en paz, sobre la base del respeto de todos los derechos humanos para todos y todas, y del rechazo a toda violencia como instrumento de acción política.

He hablado de construcción social de la memoria y de la prosecución explícita de unos propósitos u objetivos que aquella pretende. Lo que implica al menos dos cosas. La primera es el reconocimiento de que estamos ante una responsabilidad y un esfuerzo colectivos. No en vano a la memoria histórica se la suele denominar también colectiva. Y es así porque, por una parte, atañe a la responsabilidad y el esfuerzo de toda la sociedad – ciudadanía, organizaciones e instituciones -. Ella es su sujeto activo, que, además, por otra, intenta poner en pie un nuevo nosotros en el que quepamos todas y todos. Y la segunda implicación, inseparable de la primera, es que nos hallamos ante una realidad que es dinámica y procesual, no en vano hablamos de construcción. Aunque los relatos sean múltiples y diversos, es a la postre la sociedad la que, en función del irrenunciable propósito ya mencionado de la memoria colectiva, va ejerciendo de cedazo que modula, ayuda a posar y sedimentar, y valida en definitiva, una serie de elementos básicos y compartidos, que, a modo de mínimos comunes, vienen a ir configurando, con propiedad, eso a lo que denominamos “memoria histórica”. Aquello en lo que relatos distintos deben poder coincidir.

Quiero concluir esta reflexión señalando tres notas que, en mi opinión, debiéramos de tener presentes – junto a otras, por supuesto - en el ejercicio de la memoria histórica y que pueden contribuir mucho a su avance. La primera plantea unos interrogantes: ¿Basta con reconocer el daño y sufrimiento causados? ¿No es preciso aceptar que los mismos fueron injustos? ¿Cómo puedo afirmar que reconozco a las víctimas si no reconozco, precisamente, aquello que las ha hecho tales, esto es, la injusticia infligida? La segunda nota contiene dos afirmaciones: que ninguna víctima es sólo víctima y ningún victimario es sólo un victimario. Las consecuencias que de ahí se desprenden son importantes y múltiples, y es muy negativo echarlas en saco roto. Y la tercera nota nos trae un recordatorio, que es también instancia crítica en el abordaje de la memoria. El recordatorio es que todo tiene un contexto, que puede ser positivo o negativo, sano o enfermizo, favorable o desfavorable para la convivencia. Los contextos suelen implicar climas humanos y sociales que facilitan o dificultan determinados comportamientos. Un dato, éste, con el que hemos de conectar dos consideraciones: que el contexto puede ayudarnos a situar determinado tipo de acciones hechas en él, pero no puede ser, por sí mismo, razón suficiente para justificarlas o avalarlas, y menos cuando lo que se pone en juego es la vida y la muerte de seres humanos; y una segunda consideración es que a la configuración de los contextos y climas aludidos contribuimos, sin excepción, todas y todos y con todo. Todos somos responsables. Y, en lo que concierne a esta responsabilidad, ¿quién puede verse y sentirse como pura y absolutamente inocente? Estoy convencido de que mi propia autocrítica puede facilitar que otros hagan la suya propia.


Nacido en Pamplona, fue ordenado sacerdote en 1965 en el Instituto Secular de San Francisco Javier para Misiones Extranjeras. Ejerció como profesor en el Seminario Nacional del mismo en los años del inmediato posconcilio, pasando después a Perú donde trabajó intensamente con las juventudes cristianas universitarias y en el acompañamiento pastoral de base. Como teólogo, más asidua u ocasionalmente, ha colaborado con varias Facultades y Universidades. Pero, principalmente, se ha centrado en el acompañamiento a grupos cristianos, Movimientos, colectivos eclesiales, Comunidades de dentro y fuera del país. Impulsor y buen conocedor de la Teología de la Liberación, es autor de Los Pobres en los Padres de la Iglesia, coautor de una veintena de libros y de infinidad de artículos. Es miembro fundador del Foro Gogoa. Ejerce en la actualidad como Consiliario Diocesano de HOAC.